Un Domingo cualquiera, 10:00 de la mañana.
Ella había dado termino de un suculento desayuno que consistió de varios trozos de pan humedecidos de un liquido color chocolate. Sintió unos pasos acercarse a la puerta principal.
Tun, tun, tun. Tocan la puerta.
- ¿Quién es?
- Es Mario. Apúrate que viene la gente y me ve.
Ella abrió la puerta del cuarto que hacía las veces de guarida, de escondite, el cual utilizaba para una sola actividad, la cual aunque rechazada por la sociedad le ayudaba a reunir el dinero suficiente para comer algo cada día y comprar los harapos que cubrirían su cuerpo; maquinaria de placer que por solo unos cientos de pesos ella echaba a andar a todo vapor cuantas veces fuese necesario sin importar el postor.
- Hola Mario. Buen día. ¿Cómo estas?
- Bien ya ves, últimamente he estado saliendo tarde del trabajo y no había podido venir a verte.
- Y Dime ¿en qué te puedo ser útil?
- Bueno, yo pensaba…
Y se le abalanzó encima y le robó un beso que solo sería el inicio de una media hora de caricias, besos y abrazos que ella no sentía, solo los iba empacando para al final sacarle cuentas y girarle por una cantidad que ambos sin hablar habían acordado.
Los minutos pasan, el calor del cuarto se hace más intenso, les hacía sudar, jadear buscando aire, tratando de respirar y al mismo tiempo disfrutar del placer que ambos sentían. Ella, el placer del dinero que ya sentía suyo. Él, el placer de tener a la mujer que por ratos era suya y que según él le hacía feliz.
Media hora mas tarde.
- No te vallas papi. Quédate un rato más.
- Eso quisiera pero tengo que ir a la iglesia esta tarde.
- ¿Y la cosa?
- En la mesita.
- ¿Cuándo vuelves?
- No sé. Sabes que no me gusta venir tan de seguido. La gente en el barrio sabe lo que haces y yo corro el riesgo de que mi novia lo sepa.
A ella esta última expresión le llegó al corazón. Los latidos se multiplicaron en solo segundos, lo que hizo que su sangre ebuyera al punto de estallar.
- ¿Entonces porque diablos vienes? Ella le reclamó.- Yo nunca te he obligado a que vengas, nunca te he pedido nada. Siempre has sido tú quien has venido a escondidas de tu familia, tu novia y la santa, la supuesta santa de tu madre.
- ¡No metas a mi madre en esto!
- ¡Si, tu madre! Que solo ha hecho hablar de mí desde el día en que llegué al barrio. Nunca me ha dejado tranquila y si supiera que su adorado hijo se acuesta conmigo estoy segura de que moriría.
- ¡No digas eso! ¡Calla!
- No, no me callo.
Fue imposible para el tratar de contener sus manos cuando se dirigían como proyectiles a la cara de la mujer que hace unos minutos le hizo gemir de placer.
- ¡Abusador! No me vuelvas a tocar o llamo la policía.
- Perdona; no lo quise hacer. Es que cuando me hablas de esa forma pierdo el control sobre mí.
Y a seguidas, él se dirigió a la cama, se sentó y lloró junto a ella. Se abrazaron, se besaron y dieron inicio a otros treinta minutos iguales a los anteriores. Otros treinta minutos que servirían de mediadores entre la moral que él aparentaba ante la sociedad y la rabia que ella había sentido.
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